martes, 28 de agosto de 2012

La princesa de la torre

Había una vez una princesa confinada en una torre. Nada tenía que ver con largos cabellos, ya le gustaría a ella lucir una preciosa melena; ni con dragones; príncipes ni nada por el estilo. Ella vivía en la torre por propia elección, podría decirse que se trataba de su guarida, un pequeño escondite en el que vivir sana y salva, apartada de miedos, malos pensamientos, de los que podía huir tumbándose en la cama y cerrando los ojos, dejándose trasportar lejos. 

En su alta torre la princesa disponía de una ventana a la que a veces gustaba de asomarse: Desde ahí se veía a gente reír y disfrutar, correr libres sin paredes que frenaran sus pasos, efectivamente, parecían divertirse ahí abajo. Ella no tenía queja, pues disponía de entretenimiento y alguna ocasional visita, en resumidas cuentas, disponía de una falsa tranquilidad; no nos engañemos, echaba de menos el viento entre su pelo, el pasear por distintos paisajes... El vivir plenamente y sin esas barreras de piedra. 
Pero la princesa tenía miedo, había cientos de miles de escalones que la separaban del suelo, de la libertad, escalones que en su mente se dibujaban peligrosos, afilados, desiguales y estrechos, todo un riesgo, pues podía resbalar y caerse, podía hacerse daño, quizás perder su vida ¿Y para qué arriesgarse? Ella estaba muy bien en su torre.

¿O quizás no?

Un día se asomó al umbral de la puerta, subía hasta ella el olor del verano, el sol... Era delicioso, pero por delante la hilera de escalones parecía eterna, la hacía llorar, y entre lágrimas dando un portazo, se escabulló entre las sábanas. 
El siguiente estaba decidida a ver esos peldaños de cerca, pues el tacto del sol sobre su rostro se le hacía demasiado poco. Toda la confianza aunada en un primer momento se iba desvaneciendo a cada paso, miedo, pero ella seguía adelante, poco a poco, con la punta del pie rozó el primer escalón. Vaya pues de cerca no daba tanto miedo. 
Un tercer día se sentó sobre ese primer escalón, podía oler, aún lejos, la libertad. Antes de volver a su habitación probó a bajarlo, y no pasó nada, y bajó un par más, pero perdió el equilibrio y asustada volvió de nuevo al primero y de nuevo a su cama. Antes del cuarto día transcurrió más tiempo
Pero llegó, y agarrada a la pared, volvió a bajar ese primer escalón, el segundo, el tercero... Despacio, bajó otros tantos más. Aunque al darse cuenta de lo lejos que estaba de la puerta se asustó un poco volvió a subir despacio, y esa noche durmió con una sonrisa satisfecha. 
Un cuarto, un quinto día, una semana y un mes, se enfrentó al último escalón, el más alto, que definitivamente la separaba de la normalidad. 
Y tuvo miedo.
Y necesitó tiempo, mucho tiempo. 
Pero poco a poco fue bajando un pie, y tocó el suelo, luego el otro, un suspiro.
Y seguía teniendo miedo.
Pero con poner un pie delante del otro, con esperanza y paciencia, y tiempo, mucho tiempo, volvió, volvió para quedarse. 

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